Un buceo por su increíble historia de
vida. Un siglo de humor blanco, contado por él y por sus fans.
por Marina Zucchi
Funciona
como nuestro espejo retrovisor. Un
gestito de idea, la pregunta sobre qué gusto tiene la sal y nos devuelve un
reino perdido. Carlitos Balá es la bala emocional
que atraviesa el pecho argentino. Basta
un "sumbudrule" o la palabra Angueto para un formateo, un reinicio
que nos lleve a la primera patria, la infancia. Tal vez sea él, a sus 95 años, la única cosa que queda en movimiento de
aquel niño que fuimos.
Más de
34.600 días de vida, más de 30 gobiernos atravesados, cuatro generaciones de
fans, un pasaje de la TV blanco y negro a la de color y una curva que va del nacimiento artístico de la radiofonía hasta
sus días como estrella involuntaria de Tik Tok hoy. "Ver reír a un chico
es sagrado", repite y repite el que hizo de lo sagrado su profesión, la
forma de llevar el pan a su familia.
Ahora no puede, porque la
pandemia frenó sus planes de quinceañero, pero tenía pensado seguir cuerpeando
lo que cuerpeó en silencio por década: visitar
hospitales y clínicas con una vacuna infalible, su sonrisa. Lo que pasó en el Sanatorio Anchorena en 2015 y se viralizó fue lo mismo
que venía ejecutando una y otra vez sin prensa. Lo contó el propio Jefe de
Emergencias, Adolfo Savia: "Apareció
de la nada, dijo '¿hola vengo a ver a los pacientes' y se quedó cinco horas
recorriendo salas y levantándole el ánimo a los enfermos"'.
Carlos
Salim Balaá fundó un lunfardo infantil, un código común de interjecciones
(¡Ea-ea-ea pe-pé!) y un mundo más noble que Disneylandia. Instaló en sus niños esa vieja idea de El Principito de que lo esencial
es invisible a los ojos. Lo promovió con un perro intangible, con una mascota
abstracta a la que todos juramos ver. Lo dice esa daga retro, su canción sin
ornamentos: "La vida tiene mil cosas
que son hermosas y no se ven".
El
señor que vio inaugurar el Obelisco, el que vio el pasaje de la adicción
infantil al chupete a la otra, la del celular, tiene más años que la televisión
argentina, más que Mirtha Legrand y casi la misma que edad que la radio
argentina, que el 27 cumplirá 100. Todavía
hace alguna que otra presentación teatral cuando los médicos lo aprueban. Es el
artista argentino popular más longevo del país y el que desde hace 30 años
juega con la misma idea apenas abre la puerta de su casa: "Todavía sigo en Recoleta, pero del lado de afuera".
Las canas aparecieron hace
casi medio siglo, pero el niño Balá nunca escapó de su cuerpo. Lo cuentan sus
allegados, lo confirma él. "Me
meto a un restaurante con el dedo en la nariz y pregunto: '¿Necesitan
cocinero?'". CB no cree en algoritmos,
ni máquinas, ni futurismo ligado a los estudios de un CEO. "Pasa el tiempo, habrá más artefactos, pero la parte humana del
chico es igual que hace 40 años. ¿Le duele algo? El chico llora. ¿No le gusta?
Hace puchero. No me vengan con libritos. Ayer y ahora un nene es un nene".
Más de un
cuarentón/cincuentón todavía llora por el gesto: Balá tiene anotados los cumpleaños de sus Followers más antiguos y los
llama para su cumpleaños. "¿Está Eduardito,
está Antonito, está fulanito el grandulón? Habla Carlitos Balá. Dígame...
meeee".
Todo nació en un colectivo
Los primeros shows de
Carlitos fueron "sobre ruedas", en el colectivo 39, línea que terminó
otorgándole décadas después la condecoración de "Pasajero
ilustre" y que ploteó sus unidades para celebrar sus 86 años. A bordo, él "cataba" su humor, probaba chistes, remates,
reacciones. El termómetro del bondi le serviría como ensayo para probar suerte
en la radio.
De antepasados libaneses y
croatas, fue su hermana Norma la que lo impulsó a animarse al teatro y
presentarse en un concurso radial. Su
primer nombre artístico (fugaz) fue Carlos Valdez, un truco para que su padre
no lo reconociera al aire. Más tarde le quitó una "a" a su apellido,
para integrar el trío Balá, Marchesini y Locatti.
"Mi primer día de
radio lo recuerdo bien. Yo
sabía que temblaba, entonces llevé un almanaque... me sirvió de apoyo para el
libreto. Delfor Medina, director de La revista dislocada, por Splendid, me había asignado el personaje de gerente de publicidad de Jabón
Federal. Un personaje nervioso. Yo me hacía el que me trababa, Señoris,
señores, señoras, tengan ustedes buenas tirdas, terdes, tardes'",
recordaba hace un tiempo en entrevista otorgada a Clarín. "En el saclo, seclo, ciclo
que se inicia, con libreto de Aldo Cacá, Cacá, Cammarota'. 'Pobre tipo',
pensaban. Cuando los autores se rieron, se dieron cuenta de que estaba haciendo
un buen personaje".
"Papá era
carnicero, yo jugaba forrando los cajones de
madera y hacía un teatrito. Un día me encontré una
máquina vieja de proyección en un tacho de basura. Era para mí la lámpara de
Aladino. ¿Y esto? Para mí era un tesoro. Le puse kerosene de la máquina de
coser de mi abuela y lo hice andar. Ese fue mi acercamiento al cine, siempre
supe que iba a ser actor, pero mi gran desafío fue vencer la timidez".
Balamicina,
El soldado Balá, El flequillo de Balá, El clan de Balá, Balabasadas... Desde los sesenta brilló en diversos ciclos de TV. En esa década
comenzó también su peregrinaje por el cine, que arrancó con Canuto Cañete, conscripto del siete (1963)
y se extendió hasta 1988 en Tres
alegres fugitivos, con Juan Carlos Altavista y
Tristán. (Luego hizo un cameo en Soledad
y Larguirucho, en 2012).
En 1979, ya con más de 50
años, fue contratado para protagonizar El
show de Carlitos Balá, en ATC. Así nació un hito, el Chupetómetro. Balá enseñó con ese depósito de
chupetes a abrir y cerrar etapas, a traspasar duelos. Su consejo odontológico ayudó a la boca de cientos de argentinos que
entregaron su primera gran ofrenda.
Chupetes prohibidos, dentistas contentos
Ortodoncistas agradecidos
de por vida con Carlitos Balá. Su
campaña para que los niños dejaran el chupete tenía algo más profundo que una
razón dental. El conductor les enseñaba a desprenderse, a elaborar los primeros
adioses, a dejar ir y seguir. Así
lo interpretaban los psicólogos, que celebraban esos enormes receptáculos de
chupetes que reinaban en ATC.
Hay un dato que no puede
develar ningún acérrimo balense, ni su familia, ni el propio Carlitos: cuántas toneladas de chupetes coleccionó. En los ochenta llenó Obeliscos
transparentes, pero nadie se puso a contarlos. "Fueron a parar a la
basura. Porque se pudrían las tetinas", explica
el señor del chupetómetro. "Una lástima. De haberlos contado, hubiéramos
entrado en el libro Guinness. Dos millones. Vaya uno a saber".
En 2010 Julián Weich
intentó reeditar el Chupetómetro, con permiso de Carlitos, claro. En justo a
tiempo, su ciclo de Telefe, el conductor reinauguró la sección, en presencia de
Balá. A más de 40 años, Carlitos repite una máxima sabia: "Hoy mi sucesor no debería luchar por sacarles a los chicos el
chupete y sí el celular".
Historias de fans famosos
Martín
Bossi fue uno de los que abandonó el
chupete por obra del Jerry Lewis argentino y quien cerró un increíble círculo,
de fan a impulsor de un homenaje. "La
imagen más joven que tengo de él fue a mis seis años. Veraneábamos en Mar del
Plata, Carlitos salía del Hermitage, o de un teatro, y mi papá me tenía sobre
sus hombros. Le toqué el pelo. No me olvido más la textura del pelo de
Carlitos, lacio, cierta electricidad. Me
quedé mirándolo y se lo llevaron en un auto. Después entendí que ese al
que toqué era real, el mismo al que miraba en la tele", narra encendido el
hombre de los mil personajes.
"En 2011 me llamó su
mujer y me dijo que Carlitos me admiraba. Tuve el gusto de conocerlo. Fue como
unir al chico de seis años y al de 40, ya sin mi papá. Pude merendar con él,
contarle lo que me inspiraba. En el teatro le hice un homenaje. Solo escuchar el 'aquí llegó Balá' me lleva a un lugar muy
puro, de un mundo que ya no es. Está a la altura de Jim Carrey y Jerry
Lewis, sin exagerar. Es un ángel que deja por donde anda algo muy
puro".
Para Diego Pérez, fue amor a primera vista. O a
segunda, porque ya lo había visto en televisión y quedó petrificado cuando lo
tuvo frente a su nariz, "en carne y hueso".
"De chico fui al circo
suyo, en San Martín, en la carpa de 25 de Mayo y Pedriel. Me saqué fotos
con la cámara Kodak, imágenes que se perdieron. Pude devolverle algo de todo eso que me dio, organizar su cumpleaños
93 en la pizzería Imperio, que tiene su
monumento, el único monumento de un comediante vivo", cuenta con la voz
temblorosa. "Fuimos todos los muchachos de VideoMatch. No faltó ni uno. José María
Listorti, Freddy Villarreal, Campi, Carna, y tantos más. Le prometí a Carlitos
que cuando pase la pandemia voy a organizar su fiesta de 95".
Lo que le pasa a Pérez
cuando ve a Balá es lo que le ocurre a medio país: mirarse en el reflejo de la
infancia, traer al presente todo
ese mundo que parece sepultado pero aflora con "fabulósico", "un
kilo y dos pancitos" y "zazaza".
Otro que pudo mostrar su
gratitud al "influencer" de los setenta y ochenta fue Jey Mammon, el bajito que solía verlo como a
una divinidad cada verano en la Bristol de Mar del Plata. Una foto documenta el
primer gran encuentro: un día la familia de Jey se animó a pedir inmortalizar
el segundo y ahí está el pequeño de tres años, abrazado por su padre Roque, y
observando al ídolo, que tiene en su regazo a María Ana Rago, la hermana mayor
de Jey.
Los
hermanos Rago eran seguidores acérrimos del hombre del flequillo. Tenían sus
discos, sus casetes y eran socios de ATC. Con credencial en mano, Jey y María
Ana recuerdan una enorme fila en la terraza del canal para hacer su ingreso al
paraíso, el ciclo infantil que conducía Carlos en los '80.
Balá era para Mammon la
medida de tiempo de cada travesía desde la Ciudad de Buenos Aires a "La
Feliz". "¿Cuánto dura el viaje, mamá?". La didáctica de la madre
calmaba a los niños: "Dura cuatro o cinco programas de Carlitos". En noviembre de 2017 Jey lo homenajeó en el Bailando (ShowMatch).
Panam es el otro ejemplo de fan acérrima y de vueltas de vida. De niña
lo miraba obnubilada, de adulta lo convocó para trabajar en sus espectáculos.
La invitación cumplió doble misión: renovar el público bajito de Carlitos, una
platea de "nuevos consumidores" de Balá impulsados
por "antigua clientela" de padres y abuelos.
Persiguiendo a Carlitos durante 50 años
Rubén Carreras es el
ignoto que mejor puede hablarnos de quién es Balá y de la fidelidad con su
público. Oriundo de Cañada de Gómez, músico, mantuvo su lealtad y su pleitesía por Carlos más que por cualquier
rockstar. En su casa de Santa Fe duerme la colección más grande de material
audiovisual referido al hombre del flequillo. Un pequeño museo que se
transformó en libro publicado.
Carlitos Balá y su fan número 1, Rubén Carrera.
"Todo arrancó en los
sesenta con mi madre, fanática de sus programas de televisión. Mis primeros
recuerdos son de Balabasadas. Me veo en la infancia recortando
cuanta foto saliera de Carlitos, pegando y armando un bibliorato. Mi tarea era
ir al kiosco de revistas y chequear en todas las publicaciones que había
salido", cuenta el señor de 54 años.
"El primer tocadiscos que me regaló mi viejo fue con el disco de Balá. La
primera vez que pude hablarle fue en 1981, cuando llegó en gira a Rosario y
pude ir a la firma de autógrafos a una disquería. Casi me desmayo. Allí
empezó esta increíble amistad", narra.
Después de una fila de dos
cuadras, Rubén se puso frente al ídolo y le pidió firmar su colección de
recortes. Balá quedó pasmado, nadie había hecho semejante trabajo de búsqueda y
recolección, e invitó a la familia a la función teatral. "Aquel día nos puso a mi hermano y a mí en primera fila, nos nombró en el
escenario, nos recibió en el camarín, nos dio el número de teléfono fijo y nos
empezó a llamar para los cumpleaños. Así empecé a visitarlo en Buenos Aires y
se volvió parte de mi familia. En
2009 armé su Facebook oficial, que lo acercó al público. Hablo con su hija o esposa cada dos días. No puedo creer que me haya brindado así su amistad. Un domingo me
llevó a conocer su casa natal de Chacarita, un conventillo, y lo que fue la
carnicería de su papá".
Un amor de siete décadas
Martha Venturiello es la
persona que más lo conoce, con quien comparte la vida desde hace siete
décadas. Ella vivía en San Juan y Boedo. Él, en Chacarita. Se conocieron en un casamiento. “Él iba con un amigo, yo con una amiga,
pero al principio no lo tomé en serio porque se hacía el payaso”, explica. En la primera salida, ella pensó que no volvería a verlo.
"Ni
bien subimos al colectivo jugaba a ser vendedor de lapiceras y dije ‘nunca
más'. Con el tiempo lo fui conociendo y entendí quién era. A través de la risa
quiere entregarle algo a los demás'".
Carlos habla de
"destino y suerte". Cuenta que aceptó acompañar a un amigo que debía
cantar el Ave María y la vio. "Yo no tenía interés en ella al principio, pero el
otro muchacho enloqueció con la amiga. Lo que es la vida: le hice pata al otro
y terminé siendo recompensado. Supe que éramos el uno para el otro cuando logré
hacerla reír. El humor me ayudó a conquistar a la mujer de mi vida".
La pareja tuvo dos hijos,
Martín y Laura. Hoy en redes sociales es la nieta de Balá Laura Gelfi la que
sobresale por las recetas que comparte en la cuenta @lauritacooks. La
muchachita de 25 años estudió Gastronomía y esconde un dato pintoresco: como
buena heredera del fundador del Chupetómetro, jamás usó chupete.
Personalidad Destacada de
la Cultura de la Ciudad desde 2009, Balá
fue causante de uno de los momentos más emotivos de la historia de los Martín
Fierro, en 2011, cuando le entregaron el premio a la trayectoria: diez minutos
sin egos, ni distracciones, todos
hipnotizados de cara al escenario, todas las lágrimas farandulescas juntas,
cerrando cualquier grieta.
Carlitos tiene el cuerpo
cansado. Pero el reposo del guerrero se ve
interrumpido por homenajes incesantes, por ofertas laborales como la publicidad
que hoy lo tiene oficiando de rey de las comunicaciones virtuales. Los gurúes lo buscan por "imagen blanca", imbatible a la
hora de la confianza y la transmisión de valores. Saben que cuando ese ser
aparece, venden lo que sea porque nos interpela, nos reencuentra.
Desde hace años su foto no
cambia. "Es que soy viejo desde hace mucho", ironiza. Parece haber hecho un pacto con millones de argentinos. Nos dijo que era
natural crecer, pero que no es bueno olvidarse de ser niño. Cada vez que reaparece y lo vemos, no lo vemos. Nos estamos acordando de
quiénes fuimos.